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martes, 17 de agosto de 2010

NUESTRA TIA TESORO







El ovillo de lana

Mi tía Tesoro estuvo de visita el día del padre. Luego del almuerzo, mientras tomábamos un cafecito, me miró con la picardía que emana de un rostro de ochenta y cinco años muy bien o muy mal vividos. Ganó dos veces la lotería y como buena jugadora compulsiva que fue en su juventud, recorrió, allá por los míticos años setenta, los casinos del país y los limítrofes, y no solo agotó su fortuna, también se jugó en la ruleta el valor de dos autos y un departamento que tenía en Mar del Plata, además de joyas y porcelanas que había heredado de la familia.
Como no puede ser de otra manera, tía Tesoro es muy particular en su vida diaria, hoy le regaló el único departamento que logró conservar de sus despilfarros a la empleada doméstica, a cambio de su compañía, Vive de su jubilación, teje todo el día pulóveres para los numerosos chicos y adultos que componen el grupo familiar y tiene –además- debilidad por mi hijo Marcos y por Luna, su caniche Toy.
Bueno, el caso es que la tía sacó de la bolsa del tejido una madeja de lana enredada en cientos de vueltas enroscadas sobre si mismas, anudadas, vueltas a anudar y con otro doble enredo. Me miró socarrona, me lo puso en mis manos y me propuso: “¿Me lo podés desenredar y ovillar para el otro domingo?”. Mi primera intención fue la de ir a la lanera y comprarle otro igual y arrojar ese espantoso lío a la basura. Pero algo me detuvo. No sé por qué lo miré fijo y me sentí atraída por la tarea. La sentí un desafío a mi constancia, a la paciencia humana, a la capacidad de no perder el control, me pareció que tirarla con odio al tacho de desperdicios iba contra la inteligencia, hubiera sido una derrota. Me atrapó la idea de ir buscando resolver uno por uno los nudos y los enredos cortando lo menos posible la lana.
En fin, volví loca a mi familia por tres noches. “¿Qué hacés?”, me preguntaban extrañados mi marido y mi hijo. Hasta mi perro Bruce, que estuvo descompuesto y regalando cacas todo el día, me observaba sorprendido con las orejas erguidas ante un eventual peligro. Se preguntaría –supuse- como en lugar de hacerle sus habituales mimos nocturnos estaba como poseída por la tarea encomendada por la especial tía Tesoro.
Cuando comencé a buscar la punta del ovillo, mis pensamientos volaron hacia adentro, hacia la intimidad escondida y atravesada, pensé en cuantos nudos y enredos interiores había desatado en mis cincuenta y ocho años de vida. Todo desfiló ante mí, la infancia, la adolescencia, los años traumáticos de la universidad en los setenta, el cierre de la carrera, un matrimonio disuelto, de nuevo otra carrera universitaria, otro matrimonio, las pérdidas de embarazos por mi diabetes no detectada, el único hijo que logré tener y mi vida actual que está comenzando a enriquecerse nuevamente, luego de un período oscuro. Sentí que el desafío que me había ofrecido la tía iba más allá, que movilizaba sentimientos, odios y amores, risas y llantos.
Hoy domingo, vino a comer un asado. Apenas la ví le entregué, triunfante, un prolijo ovillo con apenas tres nudos, que, como cicatrices del alma, simbolizaban lo que había sido.
La tía tomó sorprendida el ovillo entre las manos, abrió su infaltable bolso de tejido, pero el destino quizo que otra vez perdiera en el juego: dos poderosas agujas de gruesa madera gastada que asomaban, insolentes, de la abertura del bolso se interpusieron en el trayecto y el ovillo, de impecable color rosado, fue a caer justamente encima de una deposición diarreica de mi perro. La lana quedó matizada de ocres y marrones. Absorbió de tal manera ese aroma agrio del excremento, que jamás pudo convertirse en un pulóver. Yo, en cambio, había desenredado una vez más los nudos de mi vida.

Marta Morales

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